Termina la película El Show de Truman (The Truman Show, 1998) con un emotivísimo clímax final (que por si acaso no desvelaré), para hábilmente, clavar una puñalada al espectador medio con una devastadora escena de dos policías comiendo y preguntándose qué más ponen en la tele. Esta escena, que a algunos (inexplicablemente) incluso les sobra, “rompe el clímax final en pedazos” (sic), es la más importante de la película precisamente por eso. O quizá les sobra porque se sienten demasiado reflejados en esos dos policías: panem et circenses, comida y audiovisual.
Esta editorial era, inicialmente, una viva protesta por la eliminación sistemática de los créditos de una obra audiovisual, “porque a nadie le importan”. Primero fueron las televisiones privadas, cuando a la que pantalla se pone en negro y empiezan los créditos, cortan la emisión y empalman o con publicidad o con el siguiente programa, no sea que pierdan al espectador. O incluso series y programas donde es sistemáticamente imposible leer los créditos por ser rótulos estáticos con multitud de nombres con apenas 1 segundo en pantalla. Y el acribillamiento final vino con Netflix, cuando directamente tienes que pulsar un botón para que NO salten y puedas verlos. Pero a medida que escribía me di cuenta de que el problema principal es otro: la obsesión con la inmediatez de contenidos, mezclada con la falta de respeto por la autoría.
Yo siempre me quedo durante los créditos. Como amante de las bandas sonoras, sé que es en los créditos cuando el auténtico clímax musical de la película puede tener cabida, a modo de epílogo de la partitura que el compositor ha desarrollado durante el metraje, o simplemente para poder disfrutar de los temas principales del film sin presiones de tiempo ni narrativa. Y en otro estrato, son un claro permiso que uno, como espectador, se da para una delicada reflexión de lo que acabas de ver durante unos minutos, sin salirte de la experiencia que está siendo la película. No me imagino ver La Lista de Schindler (Schindler’s List, 1993) sin ese poderoso tema principal de John Williams que resuena en los créditos finales y poder acomodar cuerpo y mente a todo lo que acabas de presenciar. O Dunkirk (2017) de Christopher Nolan, tan necesitada de la inédita música de créditos finales de Hans Zimmer, prácticamente la única pieza musical de la película que tiene melodía —arreglo de las variaciones de Elgar aparte— que da apoyo al infierno visual y deliberadamente sonoro que acabamos de presenciar. Así que ya me sorprendía cuando en un cine empiezan los créditos (nótese que no he dicho “cuando la película termina”, sino “cuando empiezan los créditos”), se enciendan las luces de la sala para que la gente pueda irse; pero peor aún es la gente que se queda “por si hay escena post créditos” y se pone a charlar, a viva voz, porque claro, los créditos no importan, y no importa si a alguien le importan.
El problema real, no obstante, viene cuando una plataforma como Netflix (no sé si otras también lo hacen), que apuesta por mucho contenido propio, haga apología de esta situación obligándote a interactuar para poder ver los créditos finales, empezando inmediatamente el siguiente capítulo si es una serie o una película nueva “que puede interesarte”, todo ello en menos de 15 segundos. Y si le sumamos ese salto automático de los créditos iniciales de una serie si ves más de un capítulo, ya es el acabóse. Lo he vivido estos meses de confinamiento viendo series de la propia Netflix como Anne With An E, El Cristal Oscuro:La Era de la Resistencia (The Dark Crystal, The Age of Resistance), El Príncipe Dragón (The Dragon Prince) o El Hundimiento de Japón (Japan Sinks). Productos realmente notables y con gran peso en su música y tono, también en sus créditos finales. Por fortuna logré disfrutarlas desde una Smart TV con una versión tan antigua de Netflix instalada que no disponía de los saltos de los créditos. Una gozada.
Porque los créditos finales sirven, y mucho, para procesar y saborear esos grandes finales o esos cliffhangers que los guionistas se esfuerzan en ofrecer, pero los créditos iniciales son también una parte importante para desarrollar el tono de la una serie: series tan dispares como Juego de Tronos (Game of Thrones), Stranger Things o Expediente X (The X Files) son un clarísimo ejemplo de ello, y pueden ser hasta una liturgia audiovisual previa a cada capítulo; y repito, no me parece mal que pueda saltarse, pero no que deban hacerse acciones para no saltárselo. Es falta de respeto por el propio producto en conjunto. Y claro que existe el libre albedrío, faltaría más; pero debería ser decisión del espectador no verlo, y no al revés.
No importa disfrutar de los contenidos, importa verlos. Cuantos más, y a la vez, mejor; no han pasado 10 segundos desde que ha acabado. Hay gente que llega a ver 4 y 5 series a la vez, con Netflix de nuevo protagonista con esa política de publicar toda una temporada de golpe, operativa que ha “forzado” a la gente a realizar sesiones maratonianas de ver todos los capítulos de una sentada y poder ser el primero en spoilear cosas de la trama por las redes sociales, clamando “ha habido tiempo de verlo” si alguien se queja. Eso sin contar el bombardeo continuo de nuevo material: la misma Netflix produce anualmente más contenido que el que se es capaz de ver como espectador. Contenido que cancela sin razón aparente, pero esto es un tema aparte…

La gente se ha acostumbrado a la inmediatez de contenidos, tanto temporal como espacial. El tiempo de desarrollo y el esfuerzo autoral e incluso de reflexión propia no se consideran algo bueno sino algo tedioso y aburrido, o aún peor, innecesario. Se pueden soportar decenas de anuncios publicitarios y trailers antes de una película en el cine, pero no sus créditos finales. Los créditos molestan. Y mucho. Lo vi con mis propios ojos, 3 años atrás y en un Palau Sant Jordi lleno de gente gozando la experiencia de ver Harry Potter y la Piedra Filosofal (Harry Potter and the Philosopher’s Stone, 2001) en pantalla gigante y con la Orquestra Simfònica del Vallès y el Cor de Noies del Orfeó Català interpretando la gran banda sonora de John Williams, la gente se iba en masa durante los créditos finales, porque la orquesta y el coro tocaban, pero la película “ya había terminado”.
En fin.