Ya hace unos meses que me doy cuenta, a partir de las reseñas musicales que se publican en la web, que empieza a haber una tónica peligrosa en cuanto a la duración de los lanzamientos en CD. Quizá es por la vuelta de los discos de vinilo, de una duración claramente menor (20 a 25 minutos por cara), quizá sea porque la música por servicios de streaming deja intangible el formato CD y va focalizado a “canciones” más que a álbums, pero de los 80 minutos que dispone un disco compacto hemos publicado últimante muchos análisis musicales que rondan los escuetos 40 minutos, incluso algunos peligrosamente acercándose a ese minutaje pero por debajo.
Soy personalmente de los que prefiere calidad a cantidad. Y prefiero mil veces un disco de 30 minutos donde todo sea una obra de arte pensada al más mínimo detalle, que uno de 60 y que la mitad de las canciones no tengan un mínimo de calidad. Pero parece que muchos artistas usen como excusa eso, junto con el formato vinilo de menor duración y los servicios de streaming que directamente no tienen duración, para acomodarse en un trabajo creativo más corto.
Y no estoy exigiendo que cada lanzamiento tenga que agotar los 80 minutos de un CD, este editorial no va por ahí. Sé, soy consciente de ello, que muchas veces hay razones fundamentadas por el propio formato musical para que la duración de un nuevo trabajo sea exquisitamente corta. Un disco folk o pop, por ejemplo, donde las canciones duran entre 3 y 4 minutos, requerirían entre 15 y 20 canciones para llegar a los 60 minutos, con lo que este formato “vinilo” en, por ejemplo, O Val Das Mouras o Josep-Maria Ribelles, no sólo es perdonable sino incluso deseable. Y los albumes conceptuales de géneros tan complejos como el death metal o el djent son difícilmente mantenibles por encima de los 45, como ocurre con el brillante Urn de Ne Obliviscaris o la obra de arte que es Cocoon de Richard Henshall. Incluso las obras épicas del progresivo, esas piezas con múltiples variaciones y secciones, por encima de los 40 pierden estructura, como les ocurre a las sinfonías orquestales. De ellos saben mucho, y sabiamente, Southern Empire o Bill Whelan y su Riverdance Symphonic Suite, pero a cambio introducen más de un tema de estas características (pero de naturaleza muy distinta) en el mismo álbum. No, no estoy reprobando esto en absoluto.
Pero cuando un gran grupo del prog como Haken saca un disco progresivo en pleno 2018 como Vector, donde sus algo cortos 44 minutos se notan alargados y sin demasiada inspiración, o una banda de metal épico como los suecos Sabaton lanzan un álbum ambicioso sobre la Primera Guerra Mundial como The Great War y que resulte en 11 canciones y 38 escasos minutos, con repetitivos temas, es para plantearse qué está sucediendo con ciertos géneros, o ciertas bandas. Pero hay ejemplos que claman al cielo, sobretodo en lanzamientos relativos a bandas sonoras, y sobretodo de un sello en particular: Square Enix Music. Y es que llevan una batería de lanzamientos de arreglos musicales de sus videojuegos cuya duración es francamente baja; y teniendo entre manos soundtracks que ocupan más de 70 temas distintos en varios CDs, quedarte en 8-10 arreglos con un total de 35 minutos es irrisorio, cuando no una tomadura de pelo. Por muy excelentes que sean esos arreglos. Y menos por el precio que piden. Estamos hablando del excelente Final Fantasy XIV Orchestral Arrangement Vol.02 pero de sólo 40 minutos, con un primer volumen de 36 que lanzaron en 2017, pero a sabiendas que la sinfonía completa ejecutada en directo llega casi a las 2 horas de música, mucha de ella sólo disponible en el BluRay de los conciertos. O del esperadísimo tributo sinfónico a Chrono Trigger y Chrono Cross con dos CDs de 35 minutos cada uno, que se hacen cortísimos para lo que ofrecen las músicas originales de varios volúmenes. O los dos álbums de arreglos de Bravely Default, con una fabulosa banda sonora de 4 CDs y dos lanzamientos de arreglos de unos decentes 48 minutos el primero, pero de 33 el segundo.
Vivimos un mundo donde la música se consume (económicamente) cada vez menos, y donde el formato físico está en la cuerda floja, con tanta piratería digital y servicios online de streaming como Spotify, Apple Music, Amazon Music, Tidal… algunos de ellos incluso con acceso gratuito con publicidad. Así pues, y sabiendo que a través de estos servicios de streaming los artistas cobran por reproducción de canciones, y no por minutos escuchados ni por de cuántas canciones distintas sean esas reproducciones, poco les importa (o poco les importará con el tiempo) sacar trabajos completos, variados y extensos.
Conviene, y mucho, pararse a pensar del por qué de todo esto: quizá el artista (o incluso el sello) es el que menos culpa tiene. Y esto, a la larga, afectará no sólo a los melómanos que adoramos el formato físico (que ya hemos visto lanzamientos como X-periments from Dark Phoenix, de todo un superventas como Hans Zimmer, saliendo sólo en plataformas digitales ignorando el formato físico), sino a los mismos que ahora disfrutan de la música “gratis” o en “tarifa plana”. A la música la estamos cortando por la mitad, y no sólo en términos de duración.