El pasado 28 de enero de 2018 fue un día muy especial para el Palau de la Música Catalana y su compositor residente esta temporada, Albert Guinovart, pues se estrenaba su Réquiem, una obra magna encargada por el mismo Palau y por al Auditori de Girona, para el Cor Jove de l’Orfeó Català. El evento tenía a la tremenda formación coral con la Orquestra Simfònica de les Illes Balears al frente, y sería la coronación de un programa que incluía la 2a Sinfonía de Brahms para satisfacción de un Palau lleno y tremendamente expectante, como inmortalizaron las fotografías de Antoni Bofill que acompañan el artículo. Incluso me atrevo a decir que para más de uno, la sinfonía de Brahms resultó irrelevante, aunque la OSIB de Pablo Mielgo (muy vibrante y expresivo durante todo el recital) la ejecutara más que correctamente; quizá su naturaleza principal más que secundaria de concierto (dura 40 minutos) fue la verdadera responsable, quien teniéndose en cuenta aquí más como un preludio, no brilló como debería.
Fuera como fuese, después de los 20 minutos de descanso se notaba la agitación de un público deseoso de disfrutar de la pieza central del concierto. Y es que hay una especie de solemnidad, incluso de glamour, en torno la composición de un Réquiem. De hecho, cuando un compositor contemporáneo estrena una misa de este tipo no deja de ser relevante, dadas las grandes contribuciones de enormes compositores como Mozart, Verdi o Brahms en este campo y la significativa disminución de seguimiento de los dogmas de la fe cristiana con el paso de los siglos. De hecho, uno de los más famosos Réquiems del siglo XIX, el de Fauré, es ya más un canto a la divinidad que al apocalíptico horror bíblico, omitiendo por completo la Sequentia que incluye los famosos Dies Irae y Rex Tremendae. Y en esta línea es donde nos situamos ahora para hablar del Réquiem de uno de los compositores más prolíficos y versátiles de esta tierra, Catalunya. Porque el Réquiem de Albert Guinovart es, como él mismo descubre, un canto a la vida, y a la música como religión por ella misma. Y es que, huyendo no tan sólo de la presión de los grandes nombres de la música como de la propia trascendentalidad que tiene la composición de un Réquiem, Guinovart hace gala de su dominio de la música litúrgica (tiene en su haber una Missa Brevis y un Te Deum) y la combina inteligentemente con su larga y célebre trayectoria en el género musical, resultando una bellísima mezcla entre la luminosidad de Fauré, el dramatismo de Mozart y el espíritu libre de Leonard Bernstein. Toda una declaración de intenciones, aparte de un sello de personalidad indiscutible y todo un homenaje al género en el que más cómodo se encuentra, como se vivió en el mismo Palau de la Música casi dos meses antes.
Escrito para orquesta sinfónica, coro mixto, barítono y dos sopranos (una de ellas voz blanca), el primer movimiento del Réquiem ya inundó el Palau de la Música con las voces de Marta Mathéu, Josep-Ramon Olivé y el solista de la Escolania de Montserrat Ferran Quílez: el Requiem Aeternam que además era una autorreferencia al tema Requiem que compuso él mismo para Gaudí, El Musical de Barcelona (2003), como ya adelantó en el coloquio con Guinovart, al que asistimos. Sorprendieron además, y para bien, el innovador e insólito compás 5/4 para el Dies Irae, y las disonancias aportadas al Kyrie Eleison, con un Ingemisco de clara raíz verdiniana que culmina en el Domine Iesu Christe como esplendor guinovartiano. Y a partir de ahí, la vertiente más musical vuelve para copar casi todo el protagonismo unido al sonido litúrgico con un Sanctus que, para el que escribe estas líneas, es la mejor y más potente pieza de toda la misa, con claros tintes de Bernstein unidos a 7/4 embriagador.
Eso sí, el final de este Requiem es, cuanto menos, curioso: y es que la personalidad humilde, modesta y casi tímida de Guinovart se adentra de su propia mente creativa, y si en el In Paradisum recupera el motivo del Requiem Aeternam (y junto con él, el musical Gaudí) en un épico crescendo que culmina en un grandioso tutti que pone los pelos de punta, le sigue un epílogo, Ego Sum Resurrectio, cuyo dúo soprano-barítono es bello pero de musicalidad modesta en comparación. Una especie de “pies en el suelo” musical para una obra magna pero que, en palabras del propio Guinovart, en ningún momento ha pretendido ser trascendental. Y claro ejemplo es ese final, que deja tras de sí los recuerdos de una gran y luminosa música, pero modesta al fin y al cabo.